Morí en el momento justo, a esa edad en la que aun no supones una carga para nadie, y tus neuronas funcionan lo suficiente como para disfrutar de los recuerdos. Así que yo estaba conforme con mi muerte y llegado el momento, no opuse mayor resistencia. Me fui sonriendo, con un gesto ambiguo que sembró la duda en mi familia de si me estaba muriendo en paz, o me cachondeaba del médico.
Si, definitivamente mi muerte me pareció justa y apropiada. No así mi nuevo nacimiento. Sobre esto, nadie me consultó.
No se porqué nos empeñamos en creer que lo que nos espera después de cada vida es una recompensa o un castigo. Cuántas estupideces se han dicho y hecho por esta razón desde que el hombre se soltó de la rama y dejó de ser un mono. Pero lo cierto es que nada más lejos de la realidad. Nacemos para aprender, y esto, a la inmensa mayoría de las almas nos cuesta más de una vida. Dejamos lecciones pendientes y nos toca volver a terminar nuestro aprendizaje- algo así como una reválida o una repesca-.
Yo estaba cansada. Era un espíritu viejo con varias vidas a cuestas. Pero por alguna razón había algo que siempre se me escapaba, algo que no superaba y que olvidaba cuando entraba de nuevo en aquella sala. Sin embargo, esta vez no fue así. Reconocí al viejo con barba de chivo y ojos burlones. Si, le había visto tantas veces que me parecía absurdo que cada vez fuera como la primera.
Veía la intensa luz que me absorbía, y sabía perfectamente su significado; me echaban de nuevo al mundo. Intenté protestar, resistirme, pero el viejo me cortó en seco.
-No me toques los webs, esta vez vas a aprender como que tú me llamas San Pedro-
-Vaya-pensé-, los ángeles si tienen sexo.
Lo siguiente que recuerdo es una sensación de asfixia brutal y una palmada en mi culo. Me hubiera girado para partirle la cara al atrevido, pero entonces me di cuenta de que alguien me tenía cogida por los talones, y de que mi cuerpo de dos palmos pendía boca abajo.
Lo habían hecho de nuevo, yo acababa de nacer. Pero algo era distinto, yo podía recordar todas mis vidas, especialmente la última de ellas. Entonces decidí que no quería quedarme. Yo no había pedido venir, y por mi le podían ir dando al chivo de las barbas.
Esperé pacientemente a que mis ojos empezaran a ver. Primero sombras, luego se fueron perfilando las imágenes y finalmente vi a la que era mi madre.
De haber podido me hubiera dado en adopción.
Era una señora de sesenta años- bueno, eso me pareció- aun que luego me enteré de que tenía unos cuarenta y ocho. Un cáncer había detenido en seco su reloj biológico. Pero la ciencia, que había avanzado lo suyo desde mi muerte, le permitió postergar su maternidad hasta la total curación de su enfermedad. Los años de lucha desgastaron el físico de aquella mujer, no así sus ansias maternales. Así que en cuanto los médicos lo permitieron, se puso en tratamiento.
Fallo tras fallo, mes a mes, la naturaleza se negaba hasta que el chivo me empujó y caí en su útero.
A riesgo de parecer mezquina, la odié por eso. Su deseo de tenerme era inversamente proporcional al mío de existir. Así que me empeñé en que acabara cansándose de mí, e hice lo imposible. Tardaba tres horas en comer para luego vomitarlo en la cuna, provocándome una aspiración. En una ocasión, casi consigo ahogarme. Pero ahí estaba ella, histérica perdida, poniéndome boca a bajo en una maniobra de Heim instintiva. No le daba descanso, lloraba sin consuelo noche tras noche, ensuciaba el pañal tan frecuentemente como podía, o todo lo contrario provocándome una encopresis que acababa de madrugada, en urgencias.
También entablé una guerra psicológica. Ignoraba sus constantes cuidados y sus gestos cariñosos. Cuando me besaba, le vomitaba en cuanto podía. Si me cantaba, yo lloraba. Si me decía cariñitos, entonces yo ya entraba en una crisis paroxística de lágrimas y chillidos. A mi padre, un señor bonachón de pocas palabras, directamente ni le miraba. Simplemente no existía. Al único al que hacía caso era al perro, un mestizo medio despeluchado obsesionado por la comida. En cuanto el ladraba, yo me callaba e intentaba seguir sus movimientos con mi corta vista.
Tenía mucho tiempo para pensar- mi único trabajo en realidad consistía en admitir alimentos por un orificio y expulsarlos por el otro-, así que repasé mil veces mi vida, intentando averiguar qué se suponía que tenía que aprender o entender. No es que en mi última vida hubiera sido una santa, pero lo cierto es que me tenía por buena persona -miserias incluidas-. Claro que había cometido errores, pero en líneas generales, había cerrado los ojos con bastante tranquilidad. Había sido una mujer luchadora, como en todas mis otras vidas. Capaz de los gestos más altruistas y de las mezquindades más insignificantes y absurdas. Me había casado más por aburrimiento que por amor, y había intentado no hacer demasiado infeliz a aquel desgraciado al que me resultó imposible comprender jamás. Yo le quería a mi manera, pero convivir con quien no entiendes, acaba desgastando cualquier atisbo de sentimiento. Con todo, me esforcé cada segundo de nuestra historia en conseguir encender esa lucecita que alguna vez brilló para los dos. Si alguna vez lo conseguí, yo no me enteré.
Y aun así, allí estaba de nuevo, en pelota picada encima de un cambiador. Mi madre me ponía crema con cuidado. Olían de maravilla aquellas manos suaves y cálidas. Por más que me empeñara en hacerle muecas de asco, no podía evitar que mi piel se erizara de gusto, ni que mis ojos se entrecerraran tranquilos cuando ella me acariciaba. Por primera vez desde que la conociera, la miré. La miré de verdad, sin aversión ni prejuicios, simplemente con curiosidad. No era tan mayor como pretendía creer. Se la veía muy cansada, eso si, con ojeras y una piel deslustrada. Se notaba el poco tiempo y atención que le dedicaba a su persona. Su pelo castaño se recogía en una sencilla coleta que dejaba escapar un mechón sobre su cara. No se porqué a mi me fascinaba el vaivén de aquél rizo descontrolado. Sus ojos color miel estaban enrojecidos, con muestras evidentes de haber llorado. Su mirada tenía un sabor conocido. Un fuerte déjà vu nubló la imagen, dejando visibles únicamente aquellos ojos.
De pronto, era otro el rostro que me miraba. Mi hermana, mí querida niña. Tan joven, tan feliz con su bebé, tan débil, tan enferma. Nunca se recuperó del parto y pocos meses después nos dejó; a mi y a su nena. Su marido se diluyó en mis recuerdos, como lo hizo en la realidad. Le culpé por su muerte, por la cobardía de no aguantar mi dolor, por la irresponsabilidad de no acercarse a su hija; sin tener en cuenta su propio sufrimiento, incapaz de ver otra cosa que no fuera el mío. No tuvo ninguna oportunidad conmigo, jamás le permití explicarse, ni antes ni después de morir mí hermana. Simplemente le juzgué y condené al exilio de nuestras vidas, la mía y la de la pequeña.
Yo crié a esa niña queriéndola más que a una hija propia, sin dejar de recordar cada día aquella mirada que ahora me devolvían los ojos de mi madre.
Me asaltó un presentimiento, casi una certeza. Volteé la cabeza como pude buscando a mi padre. Allí estaba, aquel hombre apacible, con su bata de cuadros y sus zapatillas de felpa. Lo que yo había tomado por indiferencia era veneración. No perdía detalle de cada movimiento de su esposa, de los gestos y los mimos para conmigo. La ausencia de palabras solo traducían una complicidad que a mi me había llevado varias vidas comprender. Supe que mi madre era mi hermana; mi padre mi cuñado; mi tía, nuestra abuela…y poco a poco identifiqué a las almas que siempre me acompañaban en cada vida.
Qué equivocada había estado, era todo tan sencillo como saber escuchar, saber ver, saber mirar.
Y fue entonces cuando miré, y lo vi allí, entre mis piernas. ¡Tenía pilila! Había nacido chico, vaya por dios.
De pronto el perro despeluchado ladró, y ese ladrido tuvo significado para mí.
-Por mis webs que tú aprendes a entender a los hombres de una vez por todas-me dijo aquel chucho con cara de chivo.
Solté una carcajada llena de hoyuelos infantiles y dije mi primera palabra… Mamá.
miércoles, 26 de diciembre de 2007
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